#13 Relato en el pasillo tres
O por qué la lista de la compra puede ser el preámbulo de una buena historia.
¡Hola!
Hace 16 años, Isabel Allende dio una charla TED a la que llamó Tales of Passion. Si os gustan los libros de Isabel Allende, os recomiendo que veáis alguna de las charlas o entrevistas que ha concedido a lo largo de su vida. Muchas se pueden encontrar en Youtube y estoy segura de que os encantará. Es una señora mayor que dice lo que le da la gana, como cualquier señora que se precie, y que lo dice de una forma fascinante, como haría prácticamente cualquier buena escritora sin pánico escénico. En la charla de la que os hablo, Allende dice que las historias que le interesa escribir son aquellas que involucran a mujeres apasionadas, con relatos de superación extraordinarios.
Desde que escuché este discurso por primera vez, hará unos cuatro años, tengo una pregunta que me ronda la cabeza y que todavía no he sido capaz de responder con rotundidad: ¿todas las buenas historias hablan siempre de alguien o algo extraordinario? Por una parte, estoy completamente de acuerdo. Al menos en la cultura occidental, la base de las historias reside en la aparición de un elemento que genera caos en un entorno ordenado. Ese elemento sería el hecho extraordinario. Pero por qué siempre necesitamos algo extraordinario para que una trama empiece a interesarnos. Cuál es la medida que deberíamos usar para saber si un hecho es extraordinario o no. ¿Quién decide eso? ¿Una corte extraordinaria?
Mi conclusión es que no hay que hacerle demasiado caso a nadie, ni siquiera si se llama Isabel Allende. Entiendo y respeto su punto, pero yo soy más de pensar que la línea que separa lo extraordinario de lo ordinario no tiene por qué ser grandilocuente. No siempre hace falta salvar vidas (propias o ajenas) o involucrar guerras dolorosísimas (internas o externas) para que una historia merezca ser contada.
No es que quiera quitarle valor a las historias épicas. Más bien, me gustaría reconocer también el valor de las pequeñas cosas que, aunque inusuales, son propias de una vida mortal y pueden pasar en un entorno inundado de rutina. Me parecen tan interesantes las personas que arreglan el mundo como las que no mueven ni un solo dedo y con ello, también lo moldean. Puede que su forma de ser conmueva menos, pero sin embargo, puede llegar a explicarnos mejor nuestra propia naturaleza. Supongo que por eso, hoy he decidido hablar de uno de los espacios más rutinarios que existe: el supermercado.
En realidad, el supermercado no siempre es un espacio habitual. Fuera de Europa, hay muchos lugares en los que no existen o lo hacen de una forma completamente distinta. El periodista cubano Abraham Jiménez Enoa relata en su libro Aterrizar en el mundo y también en alguna que otra entrevista, lo abrumador que fue para él entrar por primera vez en un supermercado, tras tener que exiliarse a Barcelona. Dice que más de una vez acababa saliendo sin comprar, porque le desconcertaba tener que decidirse entre tantas opciones.
También hay que apuntar que dependiendo del año en el que hayas nacido, es probable que todavía hayas visto y comprado en una tienda de ultramarinos, una pequeña tienda que tenía un surtido de las cosas imprescindibles para cualquier casa. Las tiendas de ultramarinos, antes de convertirse en algo especial y alternativo, eran lo normal. Yo entré alguna vez de niña en una tienda así. Lo que más recuerdo es la caja redonda de arenques que colgaba de la pared y le daba al lugar un olor particularmente agrio. Sin embargo, al ser una niña de los noventa, esa imagen convive con la de estar sentada en el banquito que llevan los carros de la compra para los peques. Y me gustaba mucho ir sentada ahí. Me concedía unas vistas privilegiadas de esa gran superficie.
Un supermercado es un espacio prácticamente sin ventanas, inundado por una luz diáfana blanca fluorescente que ilumina unos pasillo normalmente amplios, llenos de cajas y envases de colores. Lo que nos lleva al siguiente punto: ¿cuántos colores habrá en un supermercado? Todos. Están todos. Neil Harbisson, el primer hombre cíborg, contaba que el supermercado era uno de los espacios que más le gustaba visitar. Neil tiene una condición conocida como acromatopsia, un trastorno de la retina que hace que vea en blanco y negro. La antena que lleva traduce los colores en sonidos que son emitidos directamente en su cerebro, para que pueda recibir la información que su vista no puede percibir. Así que para Neil, ir al súper es como ir a un concierto. Neil va a por leche y se lleva de regalo un tributo musical al capitalismo. Mira tú qué bien.
De todas las cosas que podríamos comentar sobre el supermercado, quizá la mejor es que se trata de un lugar al que vamos prácticamente todas las personas que convivimos (mejor o peor) en sociedad. Y aunque todas nos comportemos de una forma muy parecida (coges un carrito, lo llenas, pagas su contenido en la caja y te vas), las decisiones que tomamos ahí dentro pueden decir mucho de nosotras. A veces, juego a adivinar qué vida llevará la persona que va delante de mí en la caja por las cosas que deja en la cinta. Como si los cuatro productos que lleva pudiesen ser cuatro palabras clave en su biografía. Probablemente no sea para tanto, pero es un ejercicio divertido.
Si algún día me encuentro de cara con Isabel Allende, nunca me atrevería a decirle nada de todo esto, pero en esta carta puedo fantasear tanto como quiera y por eso, me imagino diciéndole que el súper también puede ser un lugar en el que surjan pequeñas historias de pasión. Y puede que ella no estuviese de acuerdo conmigo, pero entonces, Annie Ernaux saldría en mi defensa. Ya os he hablado antes de Mira las luces, amor mío, un diario en el que Ernaux nos explica todas sus visitas a Alcampo durante un año. Y a través de ellas, crea un retrato de la sociedad francesa del momento y también hace reflexiones como esta:
“Carrefour, Annecy. Principios de los años 1970. Era invierno, por la noche, en la sección de las bebidas. Unos tipos, dos o tres, se encaraban con una chica sola. Uno de ellos se reía: «¡Te digo que no puede ser mío!». Y los otros se tronchaban. Ella no, seria y sonrojada, frente a esa obscena denegación pública de paternidad. A su drama, puesto que el aborto legal no existía. Ese día pensé por primera vez que aquel hangar sin gracia contenía historias, vidas.
Me pregunté por primera vez por qué los supermercados nunca estaban presentes en las novelas que se publicaban, cuánto tiempo necesitaba una realidad nueva para acceder a la dignidad literaria.”
A principios de año, yo también me animé a hacer durante un mes el ejercicio de Annie Ernaux. En mi caso, sustituí el Alcampo por el Mercadona, porque me parecía mucho más representativo de la realidad española y porque, sinceramente, es el súper que me queda más cerca de casa. Por ahora no tengo unas conclusiones tan elaboradas como las suyas, pero sí que pude observar escenas que me hicieron sentir más cerca de las personas que me rodean cada vez que voy al súper.
Personas que aprovechan la cola de la caja para ligar, conversaciones cómplices de pareja en la sección de verduras, una familia tomando en conjunto la ardua decisión de cuál será la tarta de cumpleaños perfecta para el más pequeño de la familia, encuentros con conocidos, cajeros que te explican detalles duros de su infancia relacionados con su condición de zurdo, cajeras que comentan contigo alguno de los artículos que has comprado. De entrada, quizá nada tan potente como para convertirse por sí solo en una historia de pasión, pero sí útil para comprender que incluso esa persona con ese trabajo tan importante a la que tanto admiras, también se queda sin huevos de vez en cuando.
Cosas de pájaras
Si ponéis “palomas dentro del supermercado” en Google Imágenes, las primeras fotos que os saldrán serán de palomas que se cuelan accidentalmente en grandes superficies y ya que están, pues hacen la compra. Lo he buscado porque me parecía recordar que yo misma he visto a algunas, pero ya no sabía si mi cabeza se había inventado la imagen para poder escribir algo en este apartado o si me había pasado de verdad. Después de verlo, he caído. Es un recuerdo real. En un Carrefour de Barcelona.
Y salgo del súper, para seguir viendo más pájaros. Desde que os compartí la newsletter de Carmen Pachecho (lo podéis volver a leer aquí), no paro de ver vencejos por todas partes. El miércoles los veía mientras nadaba. Ayer, mientras miraba por la ventana, procrastinando el momento de acabar este texto. Poco a poco, están convirtiéndose en un recordatorio de que vale la pena ser una pájara y seguir escribiendo esta carta.
Y ya por último, entro en una papelería. Y es que a diez minutos de mi casa hay una papelería que tiene un loro en el escaparate . Yo creo que debe ser el loro del dueño y se lo lleva cada día a la tienda para que no esté solo. No veo qué otra relación podría tener una papelería con un loro. Si puedo, le saco una foto y os la enseño un día de estos en mi instagram. Y si descubro la historia, os la cuento en próximas entregas. Me parece que me va a tocar comprarme otro cuaderno más.
Muchísimas gracias por leer. Y por ir al supermercado con mirada lectora.
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¡Nos vemos en el próximo avistamiento!