¡Hola!
Cuando recibáis esta carta, faltarán apenas cuarenta y ocho horas para que me ponga un neopreno, un gorro de silicona y unas gafas de natación, salte al mar e intente nadar a crol durante mil metros seguidos, que ya sé que no es tanto, pero para mí hace muy poco era una barbaridad. Eso, si la lluvia lo permite, claro, pero por ahora vamos a pensar que sí. Me siento ridícula cada vez que me acuerdo de que me he apuntado a una prueba de aguas abiertas, quién me creo. Aunque tampoco sería justa si no reconociera que, durante estos últimos cuatro meses, este objetivo me ha ayudado a mantener mi suscripción premium en Todavía vale la pena seguir viviendo. Sí, la natación me ha permitido sobrevivir al tsunami de pensamientos que me decían que nada está bien. Yo, que he menospreciado tanto a mi cuerpo, que me he enfadado tanto con él por ser como le da la gana y no como dictan las editoriales de moda, de repente me he visto salvada por él. La vida, qué cosas tiene, menuda es.
Me está costando mucho concentrarme estos días. Me digo a mí misma que todo está bien, que estoy preparada, que no hace falta que compruebe si ha cambiado la previsión del tiempo cada tres horas, pero por más que lo intente, por más que respire, que medite, que haga unos ridículos ejercicios que consisten en tocarme las orejas compulsivamente para supuestamente activar mi sistema parasimpático, me está costando. Mi concentración esta semana es El jardín de las delicias. Yo tendría que estar en la primera parte del tríptico, tranquilita, comiendo frutita ecológica y bebiendo agüita, escribiendo esto sin sobresaltos porque no hay por qué sobresaltarte, por favor, Inés, relájate. Pero es que es tan fácil huir a las otras tablas. A las que están llenas de estímulos. A mañana, a pasado mañana, a cualquier momento que no sea hoy, ahora, con mis nervios, con mis mil cosas que hacer. Esperad, que voy a mirar un momento la web de la Aemet y ahora vuelvo.
Ya está. Nada, todo apunta a que el domingo va a llover. Bueno, pues ya veremos. No hace falta avanzarse. Que sea lo que tenga que ser. En fin. Os estaba diciendo que no estoy nada concentrada, que mi atención está tan dispersa como un cuadro de El Bosco. Y de repente he pensado que esto es lo que podría ser este texto. Un cuadro lleno de personajes, una visita guiada por las cosas en las que me gusta centrar mi atención cuando estoy descentrada. Hablaros de los seres vivos con los que me topo prácticamente cada día, pase lo que pase. Es curioso, porque tengo tendencia a pensar que nunca me pasa nada apasionante que pueda contar en estas cartas que os envío, pero estar casi segura de lo que va a pasar también puede despertar ciertas pasiones. Esa estabilidad, ese saber que todo lo que hoy veo mañana estará más o menos igual, sin cambios alarmantes, es una suerte, un privilegio. Tener tiempo para escribir palabras sin ningún tipo de urgencia, sin obedecer a la necesidad de sobrevivir. Eso es un lujo, uno que hoy me permito compartir con vosotros.
Hace dos años, cuando llegué al piso en el que todavía hoy vivo, la primera cosa en la que me fijé es en el árbol que vive justo delante del balcón. Era un olmo grande, verde y frondoso, que cada mañana se desperezaba y estiraba sus ramas hasta apoyar la sombra de sus hojas sobre el sofá del salón. Yo me entretenía mirando los pequeños movimientos de las ramitas que pintaban la pared de gris, mientras me tomaba el primer café del día. Ese árbol fue el primer vecino al que conocí y, dos años después, es con el que he podido mantener más conversaciones hasta la fecha. Pero pocos meses después de la mudanza y tras un temporal en el que más de un coche salió malparado, el Servicio de Parques y Jardines de mi ciudad decidió que lo mejor era talarlo. No me dio tiempo a despedirme. Cuando me quise dar cuenta, el árbol ya medía casi dos pisos menos de altura y la única forma de verlo era agachando la cabeza con los brazos apoyados en la barandilla del balcón. En unas pocas semanas le volvieron a crecer ramas nuevas y hojas de un verde Licor del Polo Menta Fresca, pero cuánto tiempo tendría que pasar para que pudiera ver de nuevo sus hojas justo enfrente de mí. Mucho tiempo. Demasiado. A veces me ponía triste pensando que quizá nos tendríamos que volver a mudar antes de que aquel olmo volviese a proteger nuestro salón de las miradas ajenas. Antes de que pudiese volver a mirarme directamente a los ojos.
Ya que salgo al balcón, aprovecho para contemplar a Coco, un schnauzer negro que se tumba cada mañana encima de su alfombrita beige, con la mirada perdida en el vacío y una melancolía pesada en el cuerpo. Siempre que se gira a mirarme le digo hola, pero su cara de total apatía no cambia ni un poquito. Me imagino que sabe que la caída libre que separa su balcón del mío hace que cualquier esfuerzo por su parte sea inútil. Por más que él quisiera, no recibiría ninguna caricia mía de vuelta. El otro día Coco y yo nos encontramos en la calle y para mi sorpresa, su actitud cambió por completo. Corrió para venir a saludarme de cerca. Sus jadeos me dijeron eh que yo te conozco, tú eres la desquiciada que habla conmigo cada mañana como si te fuera a contestar, pues aquí me tienes, venga, ahora sí, acaríciame.
Mis contactos con vida humana empiezan justo después, en la cafetería en la que suelo desayunar cuando desayuno fuera o, en su defecto, en el vestuario femenino de la piscina en la que nado habitualmente. En ambos sitios pasa algo parecido. Llegas, dices hola y pasas lista de si ya están ahí las personas que tienen que estar. No sé nada de sus vidas, solo sé que ahí están. Y cuando no están, me preocupo y me pregunto por qué no habré intentado entablar un poco más de conversación con ellas. Pero si vuelven, seguramente siga saludándoles como siempre, sin indagar más allá, sin preguntarles si está todo bien. A ellas les pasará igual conmigo. Luego están las personas que deciden contarte algo que para ellas es importante sin que te hayan visto antes ni una sola vez. Eso es muy típico del supermercado. El señor que te recomienda que siempre revises si todos los huevos están bien antes de comprarlos, porque ya le ha pasado más de una vez que llega a casa y hay uno que está roto. La señora que comenta cómo sube el precio de las cosas mientras rebusca en su cartera la moneda que le falta. En los peores días, puede hacerme ilusión hasta que la cajera me diga que no me da el ticket porque he marcado la opción de ticket digital en la app. Tiene en cuenta mis preferencias. Eso está bien.
El paseo por las caras y las frases podría seguir durante muchísimo más rato, pero me acaba de dar por pensar que no pasa nada si llueve el domingo, porque total, yo voy a nadar y me voy a mojar igualmente. El problema será que venga una tormenta. O algo peor. Un tifón. ¿Entonces qué? Entonces, nada, porque salgo al balcón a que me dé un poco el aire y mis ojos se topan con una rama de olmo justo a la altura de mis ojos. Casi sin darme cuenta, el olmo ha ido creciendo y creciendo y ya casi vuelve a tener la misma altura que cuando lo conocí, dos años atrás. Ya queda poco para volver a contemplar la sobra de sus hojas sobre el sofá del salón. Pues quizá la lluvia al final no sea para tanto. Quizá ni llueva. Quizá todo salga bien.
Cosas de pájaras 🦜
He abierto el Gran libro de los pájaros por una página al azar, me he topado con este párrafo del relato Lecciones de vuelo de Jazmina Barrera y la verdad es que me parece una buena forma de acabar esta carta.
Hay cosas extrañas que los pájaros parecen nacer sabiendo. Hay aves que regresan a los lugares a donde migraron sus ancestros sin antes haber estado ellas ahí, aves que entienden el concepto del cero, aves que distinguen diferentes idiomas, aves que reconocen su imagen en el espejo, aves que saben cuando se avecina una tormenta. Los colibríes pueden distinguir las flores que ya visitaron de las que todavía no: cientos de flores el mismo día. Nadie sabe muy bien cómo hacen eso. Pero a volar, al parecer, hay que enseñarles.
Muchísimas gracias por leer. Y por pasear conmigo.
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¡Nos vemos en el próximo avistamiento!