¡Hola!
De vez en cuando, muy de vez en cuando, vivo un pequeño momento revelador que me hace pensar que le estoy cogiendo el tranquillo a lo de vivir. Se me pasa rápido. Como ese tipo de momentos son pocos y muy fugaces, siempre que aparecen, los atrapo con la mano y los guardo en las cajas de las pulseras, pendientes y collares que me regalaron por mi primera comunión. Quiero que estén a buen recaudo, para poderlos sacar cuando los necesite, porque seguro que los voy a necesitar de un momento a otro.
Lo de guardar objetos, en cambio, lo estoy dejando poco a poco. Quizá sea antiliterario que ya no me atraiga la idea de guardar entradas que ya no sirven o pulseras de festivales sudadas o programas de teatro caducadísimos, pero si como yo habéis hecho diez mudanzas a lo largo de vuestra vida, me entenderéis perfectamente. Cada vez hago más esfuerzos por acumular menos. Y aun así, tengo objetos míos repartidos por tres casas distintas. Socorro.
Supongo que por eso me genera tanta curiosidad que las tiendas de recuerdos y chorraditas para turistas funcionen lo bien que funcionan. Me pregunto si los miembros de esa especie forastera que lleva una gorra incrustada en el cráneo (y de la que de vez en cuando he formado parte, porque tampoco vamos a ir aquí de algo que no somos), aparte de hacer turismo, también se habrán mudado. O si eso de pasear entre objetos que en su mayoría no tienen demasiada utilidad es simplemente una versión capitalista del dolce far niente. Sí, yo creo que va más por ahí. Es un paseo tonto en el que pagas tontamente.
Está claro que el modelo turístico completamente obsoleto con el que convivimos y del que, en muchos casos, malvivimos, tiene que ver con todo esto. Sin embargo, hoy no voy a hablar de la deriva hacia la que nos está llevando la turistificación, porque eso es algo de lo que ya hablan muy bien otras personas, como Ana Pacheco o Erik Harley, que en este tema son mis máximos referentes, y porque me pongo de muy mal humor y ya sabemos que a esta newsletter se viene a lo contrario. Por eso, hoy quiero centrarme en un sinsentido dentro de todo este sinsentido: los souvenirs.
Hacedme caso, los souvenirs no tienen sentido. ¿Por qué nos parece tan normal llevarle un recuerdo de tu viaje a personas que ni siquiera han hecho el viaje? Mira, abuelo Johann, te traigo una bola de nieve del viaje que hice en agosto a Mallorca para que te acuerdes del chapuzón que nunca te diste en esa cala en la que nunca estuviste. Y tu abuelo Johann dice danke schön es ist sehr schön danke vielen dank, pero en lo más profundo de su alma, hay un rincón en el que se está cociendo un puchero de animadversión. Es un puchero pequeñito, una miniatura, pero ahí está, amargándole un segundo del día.
No tienen sentido alguno y nunca lo tuvieron. Empezaron como algo emocional, porque hasta Ulises se iba guardando cosas de sus viajes para regalárselas a Penélope a su vuelta. Pero es que además, después se convirtió en un negocio. Y entonces, ya no había nada que hacer. Que si cucharillas con imágenes alegóricas, que si fósiles, que si vendas de momia, que si falanges de momia, que si polvos de momia para comer, para pintar cuadros, para todo. Pocas maldiciones ha habido para la de cosas que hemos hecho con las momias.
Y de ahí, a las tiendas de hoy, que van una detrás de otra y se anuncian con carteles donde se lee “I ❤️ Mallorca” o “Majorca Memories” o “Mallorca” a secas. Y si no estás en Mallorca, basta con que sustituyas Mallorca con el nombre del lugar que tú quieras, porque lo que viene a ser el contenido de la tienda será más o menos el mismo, pero con el nombre de otra isla, otra costa u otra ciudad. Así funciona.
Para escribir esta carta, he decidido hacer algo que suelo evitar con todas mis fuerzas durante los meses de julio y agosto: caminar desde mi casa hasta la Catedral de Palma a plena luz del día. Estuve paseando a mis anchas, espiando sin reparos. Nadie lo notó, porque este año paso más desapercibida que nunca. Con esto de ser nadadora, he cogido una especie de color Benidormiano que hace que parezca una persona que ha yacido medio inconsciente durante diez días seguidos bajo el sol. Y así fui paseando, callada, sudando, con cara de póker. Nada de lo que os voy a contar os sorprenderá a estas alturas, pero no por ello deja de ser divertido y desconcertante y kitsch y esperpéntico.
Tal como me iba alejando de mi barrio y acercando al destino final, las tiendas cada vez eran menos útiles y más turísticas. Es difícil quedarse con un solo detalle de estas tiendas. En general, la filosofía es que cuanto mayor pueda ser el ataque epiléptico, mayores serán las ventas también. Vasos de chupito, imanes, piedras minerales sin ningún tipo de excusa, así por la cara, porque ya te digo yo que en Mallorca no hay canteras de cuarzo rosa, camisetas, gorras, mecheros, postales, cuadernos, esculturas de gatos forradas de trencadís, abanicos, abrebotellas, delantales, cucharas, tazas, platos, totebags, toros, muchos toros, atrapasueños, flamencas, lo siento Andalucía, capazos con lentejuelas, pulseras con conchas que no creo que sean realmente conchas, porque si no, pobres conchas.
Portavelas de todos los colores y con todo tipo de ilustraciones de cualquier artista y obra que os imaginéis, hasta de La noche estrellada de Van Gogh, que Miró todavía te lo compro, ¿pero Van Gogh? ¿Por qué? Y hay más. Mucho más. Y también, mucho menos conectado con el punto geográfico del planeta en el que estamos. Hay cocos reconvertidos en cuencos de interior nacarado, porque si hay playa, también habrá cocos, qué más dará que esto sea clima mediterráneo y no tropical. Hay también camisetas de fútbol del Barça y el Madrid. ¿Por qué no, verdad? Por qué no ibas a poderte comprar una camiseta de Mbappé en la tierra de la sobrasada. ¿Vosotros nos veis claramente la conexión? Tranquis, yo tampoco, pero es que estamos paseando entre souvenirs, qué esperabais.
Mientras paseo por estos pequeños museos de la asincronía y la anacronía, me doy cuenta de que a todo el mundo que entra en estas tiendas, le hacen mucha gracia los vasos de chupito. Todo el mundo coge uno, le da la vuelta al vaso, lo vuelve a dejar. En algunos casos, hasta se ríen y lo comentan con sus acompañantes. Qué divertido, eh, un vaso de chupitos que pone Mallorca. Ja, ja, ja. Parece que los mecheros también están muy solicitados.
Las tiendas que a mi parecer son más bonitas, esas en las que yo entraría aun sin ser turista, con albarcas y capazos artesanales y espardenyes, están vacías. Pero en las que están llenas, hay calcetines con estampados de jarras de cerveza, de vespas, de calaveras mexicanas. Y también hay duendecillos de la suerte irlandeses. Porque ya se sabe que todos los mallorquines hemos visto en alguna ocasión una olla llena de oro al final del arcoíris. Sobre todo, los que viven en Magaluf. Los que todavía se atreven a salir a la calle, claro.
Justo al lado de la catedral hay varios edificios que probablemente pertenecieran (y quizá todavía lo hagan) a algunas de las familias más ricas de Palma. Ahora sus patios ya no sirven para el reposo de los caballos, sino que son el escenario de un muestrario de estanterías giratorias con cachivaches de todo tipo. En el centro de uno de esos patios hay una fuente de piedra preciosa, en la que los regentes de la tienda han decidido que era buena idea poner una estatua de un toro gigante pescando.
Acabo mi paseo entrando en esa tienda que te recibe con una vaca en la entrada, que está ya en cada esquina de cada ciudad y pueblo de este país y cuya proliferación empieza a competir peligrosamente con la de las rotondas. Era una de las más transitadas. La gente entraba a comprar cargadores, chanclas, cuadernos… No sé, cualquier cosa, la verdad. Me doy cuenta de que todo el mundo se concentra al inicio de la tienda, pero que al fondo no hay nadie. Decido adentrarme por un pasillo de artículos de broma o algo así y me topo con dos dependientas que se están refugiando de las masas. No dicen mucho, pero se nota que no pueden más. Mi color Benidormiano hace que me confundan con una tal Hannah de Sajonia, así que una de ellas se permite hacer una reflexión en voz alta: "Piensa que ya es julio. Ya nos queda menos." Siento que esta frase aplica para absolutamente todo en la vida.
Piensa que ya es julio. Ya nos queda menos.
Cosas de pájaras 🦜
Creo que este año no he abierto un solo libro en el que no aparezca al menos una mención a los pájaros. Aunque solo sea de forma vaga, mencionando por encima su naturaleza sin dar muchas más explicaciones. Desde que envío estas cartas, me fijo mucho más en cómo revolotean mis queridas amigas en todas las historias. Cuando no son protagonistas, siempre lo hacen como muestra del paso del tiempo, de la llegada de las estaciones. Como una constatación de que las personas nunca estamos del todo solas, porque siempre están ellas, las aves, para recordarnos que estamos rodeados de vida y de muerte.
El miércoles, Sabina Urraca compartió en sus stories este pequeño y bellísimo relato de Marta Sánchez publicado en La Vanguardia y titulado Serás un árbol. Salen golondrinas, salen vencejos y sobre todo, salen vidas que empiezan y acaban y mutan. Para qué necesitaremos imanes y vasos de chupito teniendo tan cerca de nosotros cosas como las que cuenta aquí Marta, mucho más persistentes en la memoria que cualquier camiseta. Lo puedes leer aquí.
Dos notas más para dejaros helados 🍧*
🍦 Muchas gracias a todas las personas que me habéis felicitado por Salvaje, que me habéis dicho que ya lo habéis reservado, que lo queréis firmado y que habéis demostrado vuestro interés por este cómic, a priori infantil, pero que por lo visto está gustando también a personas adultas. No esperaba nada de todo esto y me hace mucha ilusión, así que si os apetece decirme algo, no os cortéis, que yo encantada de recibir palmaditas digitales en la espalda .
🍨 Vista de Pájara permanecerá cerrada por vacaciones desde el 18 de julio (día en el que os llegará la última carta) hasta un viernes de septiembre, no sé cuál. Ya os iré diciendo. Os espero en dos semanas aquí, para la fiesta de fin de curso. Traeros algo para picar.
*Deberían detenerme por ese chiste.
Muchísimas gracias por leer. Y por no coleccionar vasos de chupitos.
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¡Nos vemos en el próximo avistamiento!